Abrasadora presencia la suya. No llevaba nada aquella noche y fuera el frío imperaba. No era la calefacción, ni la manta, ni tan siquiera la proximidad de otro cuerpo afín que pudiera aportar un poco de calor.
Nacida de las llamas vivía el día con su pelo tiznado y su piel blanquecina de la ceniza en su cuerpo depositado. Pero por la noche era bien distinta. Poco a poco se inflaba su pecho que como un fuelle le iba dando color ocre a su cuerpo. Su cabello rizado comenzó a revolotear incandescente en un refulgente espectro rojizo que iba desde el más enérgico blanco del calor más puro, pasando por el rojo sangre y acabando por un color óxido que parpadeaba cambiante a cada una de sus exhalaciones.
Hallome en semejante lecho y junto a tal espécimen que no tuve a menos que desprenderme de cuantos objetos recubrían mi cuerpo. Yo, de naturaleza más fría y dura, sentía como las hebras de mi musculatura se distendían sucumbiendo al calor reinante. Se relajaban mis miembros en su forma más gustosa y como una polilla a la luz me acercaba más hacia ese fuego que ya levantaba ampollas en mi piel sudorosa.
Me aferré a ella, a las mismas llamas y al mismo cuerpo que desprendía semejante cantidad de calor y entre jadeos me sentí fundido a él. Poco a poco me envolvió la esfera brillante tras la que veía prender todo cuanto había al rededor; libros, estantes, ropa, sábanas... Me consumía entre espasmos, lejos ya del relax de mi cuerpo ahora era todo tensión, fuego liberado y el bailar con las llamas mientras me sentía desprender de mi piel, de mi carne, de mis huesos.
Ya solo quedó mi alma, en aquella habitación, junto a esa mujer nacida del fuego. Las paredes ennegrecidas y el atisbo del resplandor de un nuevo día asomándose por la rendija de la habitación. Un nuevo día nació y yo me vi consumido por aquel fuego al que ahora sigue mi alma hagan o no hagan caso los restos de mi cuerpo calcinado.